Driadas el Camino al Fenix

Si has llegado aquí sin leer el capítulo anterior, lo puedes leer aquí: Reynard y la Hidra.

"Las dríadas son duendes de los árboles con forma femenina, muy solitarias y de gran belleza.

Físicamente, tienen unos rasgos muy delicados, parecidos a los de las doncellas elfas. Tienen los ojos violeta o verde oscuro, y su cabello y piel cambian de color según la estación. De esta forma pueden camuflarse entre el bosque sin que se las vea. En invierno, su pelo y piel son blancos; en otoño, rojizos; y en primavera y verano tienen la piel muy bronceada y el pelo verde.

Cada dríada pertenece a un roble del bosque. Se hallan unidas a su árbol de por vida y no pueden alejarse a más de 300 metros de este o mueren lentamente. Una dríada es capaz de penetrar literalmente en un árbol y desde su interior transportarse al roble al que pertenece.

Si alguien golpea al roble al que está unida, la dríada recibe físicamente el mismo daño, por lo que intentará defenderlo a toda costa.

Una dríada tiene absoluto control sobre el árbol al que está ligada, por lo que es capaz de provocar que sus ramas florezcan aunque no sea la temporada, que aparezcan nuevas plantas alrededor del árbol e, incluso, puede provocar un crecimiento de hierba repentino que haga tropezar a los intrusos.

Las dríadas hablan varias lenguas y su gran inteligencia les permite comunicarse con casi todos los seres del bosque; además, hablan el lenguaje musical y el de las plantas.

No son nada agresivas y, solo si son atacadas, hechizan a sus asaltantes para defenderse. El hechizo de una dríada tiene un gran poder y solo los humanos o seres con gran resistencia a la magia pueden evitar caer hechizados."


Dado un poco de contexto, continuamos con nuestra historia.


—¡Helen, espera! —le dice Zarathos repentinamente.

—¿Qué sucede? —contesta tristemente, volteando la cabeza.

—¿Qué pretendes que haga con Reynard? —pregunta Zarathos un poco exaltado, revisando a Reynard—. Él ya está más en el otro mundo que aquí con nosotros, no durará más de cinco minutos con vida.

Helen llora incesantemente y regresa a abrazar a Reynard; es un mar de lágrimas. Zarathos no se explica por qué sigue con vida, si el veneno de la hidra es de los más letales conocidos. De hecho, solo mandó llamar a Helen para distraerla un poco más y evitar que se embarque en una misión imposible, donde es posible que pierda la vida en su travesía o quede encantada en el bosque oscuro que debe atravesar antes de poder llegar a la montaña del fénix. Además, guarda muchos secretos para sí mismo porque sería muy peligroso revelarlos.

—Zarathos, nunca te he pedido nada. ¿Por qué no quieres ayudarme? Yo sé que puedes darme tiempo de alguna manera; mi padre, antes de desaparecer, me confió a ti y me comenta muchas cosas extraordinarias que puedes hacer. ¿Por qué te niegas a darme un poco de tiempo?

—Porque lo mataría a él y posiblemente a ti —contesta Zarathos con lágrimas en los ojos y un dolor profundo que sale desde su corazón—. Si te dejo ir a la montaña, vas a atravesar por el bosque antiguo y el bosque oscuro. Este último tiene seres de otro mundo; tu padre nunca volvió de ese lugar. Posiblemente haya muerto, haya sido hechizado o hasta convertido en un ser oscuro. Me da mucha tristeza tu situación, pero no puedo ayudarte.

—¿Cómo que lo matarías? No entiendo —pregunta muy confundida con lágrimas en los ojos.

—Sí, lo que me estás pidiendo ya me lo pidió tu padre antes, y por ello murió él. Tu madre estaba tan enferma como Reynard ahora. Cuando tu madre agonizaba, Harland me pidió un consejo. Lo mismo que te dije a ti sobre las lágrimas del fénix le conté a él. Salió como un rayo en busca del ave para salvar a tu madre, pero solo consiguió morir en ese bosque tenebroso. Después, tu madre en mis manos se fue. Después de treinta horas sin dormir, comer ni poder moverme, yo seguía luchando para mantener la concentración en aquel ritual hasta que no pude más; me desvanecí y cuando desperté, tu madre ya se había ido y tu padre también —le confiesa tristemente Zarathos con lágrimas en los ojos y su voz quebrada.

—¡Todo eso no fue tu culpa, Zarathos! Le diste una esperanza a mi padre; ha de estar agradecido contigo, esté donde esté ahora —le comenta Helen, ahora ya más calmada y con la cabeza un poco más fría.

—Se suponía que tu padre llegaría con las lágrimas del fénix, pero no lo logró y, por mi consejo, murió; seguramente lo engañaron esos seres del bosque. No te vayas, mi niña, me partes el corazón —comenta Zarathos en voz baja, revisando a Reynard y mirando fijamente a Helen a los ojos—. Una persona desesperada ve en todos un ángel, teniendo en sus narices un demonio.

—¡Un ángel en lugar de un demonio! Desesperación-perdición. Me recordaste mucho a mi madre; ella podía ver cosas donde aparentemente no había nada —comenta Helen sorprendida, al recordar algunas enseñanzas de su madre. Da la vuelta y comienza a dejar aquel lugar caminando muy decidida rumbo al fénix.

Helen se fue retirando del lugar rumbo a la montaña más alta de aquel lugar. En el fondo sabía que Zarathos le daría un poco más de tiempo. Tomó su caballo y se perdió en el denso bosque.

Zarathos, al no tener otra opción, se sienta en el piso a un lado de Reynard. Con unos movimientos rápidos de sus manos y sus ojos cerrados, comenzó a tararear unos sonidos entre sus dientes. Se podía observar en su entorno varios polvos mágicos de color violeta que emanaban de aquel lugar; pareciera que estuviera rezando o cantando en voz baja una canción antigua.

Helen se adentró en lo profundo del bosque y no sabía hacia dónde seguir, no conocía los senderos que la llevarían a la montaña; estaba desconcertada y muy desorientada. Bajó del caballo y trató de calmarse. "La desesperación es tu perdición", se repetía en su mente. Daba vueltas en círculo alrededor del caballo, cerraba sus ojos para tratar de escuchar sonidos o algo que le diera un rumbo, una pista de dónde seguir.

Llena de desesperación y angustia, logró poner su mente en calma, como si de ello dependiera su vida; eran lecciones que aprendió de su madre, quien tenía ese gran don de poder notar cosas ocultas para todas las personas.

"Hija, la desesperación es nuestro primer rival a vencer. La debes vencer para poder continuar; si no puedes con ella, no tiene caso seguir. La desesperación es tu perdición, mi niña", Helen recordaba esas frases de su madre.

Helen se relajó tanto como cuando estaba con su madre en aquellos bosques; se concentró tanto que casi podía escuchar la respiración del caballo. Escuchaba al aire y el bosque mientras recordaba: “El bosque tiene vida, hija, y siempre nos habla; solo pon atención y abre tu corazón a él, únete con él, sé parte de él”.

Helen mantuvo sus ojos abiertos y logró ver una silueta que se movía entre los árboles, parecía una sombra sin un cuerpo que seguir.

Escuchó un susurro femenino muy suave en el oído, lo que hizo que abriera sus ojos rápidamente y volteara; logró ver en la copa de un árbol que sus ramas formaban un rostro y medio cuerpo de una linda mujer, la cual se fue perdiendo entre las ramas de aquel árbol.

Ella estaba segura de haber visto una criatura habitando aquel bosque, una criatura que incluso susurraba más adentro de sus oídos.

Quiso ponerse en paz y concentrarse, pero los ruidos que hacía el caballo la desconcentraban, entonces se vio obligada a dejarlo marchar. Le quitó la silla de montar, las correas y, con unas palmadas en sus ancas, le dijo: —Ve a casa, anda, vete.

Comenzó a caminar en aquel bosque, manteniéndose serena y muy observadora; tenía la sensación de que estaba en el bosque antiguo porque lo podía sentir distinto. En ocasiones se sentía observada. Caminó y caminó, pero siempre regresaba al mismo lugar; por más que trataba de ir en línea recta, pasadas unas horas regresaba al mismo lugar. Parecía como si los árboles y arbustos se movieran de lugar, haciendo errar su andar.

Decidió inspeccionar los árboles, notando cosas muy inusuales y peculiares, mirando bailarinas en los árboles, otros con formas femeninas, y poco a poco a cada árbol le buscaba algo peculiar para recordar. Comenzó a ver movimientos de ramas y arbustos; en eso corrió tras una silueta tenue que se ocultó en un árbol y, de pronto, tropezó, sin poder dar alcance. Al caer, logró escuchar unas risas juguetonas.

Helen se golpeó tan fuerte que quedó tirada un momento sobándose el cuerpo. Mientras hacía eso, escuchaba voces que cuchicheaban entre sí.

—Yo no fui.

—Yo tampoco.

—¿Sería ella sola? —Se escucharon risas.

—Yo fui, debes tener más cuidado, casi te atrapa.

Helen escuchaba las voces ahora muy claras; el gran golpe la dejó un poco sorda, pero escuchaba solo sus pensamientos y en ellos las voces de las dríadas que habitaban aquellos bosques.

Helen se levantó y comenzó a pedir ayuda, susurrando al bosque.

—Ayuda, ayuda, por favor, alguien que me pueda ayudar.

Pero no recibió contestación, entonces decidió que no podía seguir perdiendo el tiempo y sacó su espada. Decidió retirarse del lugar y para no dar vueltas en círculo, decidió hacer un corte a cada árbol para ir identificando la ruta en línea recta.

Dio un espadazo fuerte al primer árbol y logró escuchar un grito de dolor, como si hubiera gritado una mujer. Lo ignoró y siguió su andar; dio otro espadazo a otro árbol y volvió a escuchar un grito de dolor en sus oídos. No tenían dirección los sonidos, solo los escuchaba muy tenues, casi como un pensamiento y nada más.

Mientras avanzaba, notaba que se iba abriendo un sendero en el bosque permitiendo su paso. Las dríadas juguetonas ahora le daban paso para que no dañara sus troncos.

En su andar, logró ver un pequeño árbol y supo que de un espadazo podría cortarlo de tajo; se quedó pensando con su espada si quitarle la vida o no. Mientras estaba congelada en sus pensamientos, logró ver que una dríada se interpuso entre ella y el pequeño árbol. Helen creyó que estaba alucinando.

La dríada le pidió llorando mientras abrazanba aquel pequeño árbol que no le hiciera daño.

Helen arrojó su espada al suelo y aún en trance, colocó su mano en aquella dríada.

—Ayuda, ayúdame, por favor.

—¿Qué pasa, qué necesitas? —finalmente, una de ellas decidió conversar.

—Necesito las lágrimas del fénix, aunque sea solo una.

—El fénix no existe —le contestaron.

—Existen ustedes, seres del bosque, ¿por qué no existiría el ave fénix? —comenta Helen en un tono calmado y triste.

—Está bien, pero es muy peligroso llegar hasta donde está; en mis 500 años, ningún humano ha podido cruzar el bosque oscuro hasta la montaña, solo entran y no vuelven —le dijo una dríada que decidió conversar con Helen.

—Estoy dispuesta a pagar con mi vida si fuese necesario. Ayúdame, por favor —replicó Helen.

—¿Por qué tendría que ayudarte? Si siempre nos cortan las ramas y lastiman nuestros troncos —responde la dríada, un poco sorprendida e indignada.

—No, no he hecho nada así —comenta Helen.

—¡Mientes! Lo acabas de hacer hace un momento —contestó la dríada, un poco más molesta.

—Pero solo pretendía salir del bosque, porque no me dejan seguir mi camino; ahora estoy muy retrasada a causa de ustedes.

—¿Y a dónde vas? Si no sabes ni a dónde ir. ¿Por qué en lugar de pensar así, no piensas que te protegemos? —le dijo la dríada a Helen, con las manos en la cintura y mirándola fijamente a los ojos.

—¿Protegerme? ¿De qué o de quién? —pregunta Helen muy extrañada.

—Te protegemos para que no entres al bosque oscuro; ahí toda criatura siempre desea obtener algo de alguien más, siempre, siempre. Nunca regala siquiera el saludo sin tener un plan siniestro. De todo desea obtener ventaja, recuérdalo muy bien; te querrán engañar para obtener algún beneficio a costa de tu perdición. Toda criatura buena nunca te pedirá nada a cambio, aunque hay excepciones —comenta la dríada.

—Ya veo. Muchas gracias por la atención y consejo. ¿Me puedes decir en qué dirección debo marchar para ir al bosque oscuro, por favor? —pregunta Helen, decidida y calmada.

—No te lo diré, porque seguramente morirás en el camino. Existen muchos caminos para llegar y muchos de estos los habitan criaturas oscuras; la más hermosa criatura puede ser tu perdición —insistió la dríada, firme.

—Bueno, entonces tengo que partir con tu ayuda o sin ella —contestó frustrada y molesta, poniéndose en camino.

Helen caminó unos metros en aquel bosque hasta llegar a un claro; notaba que alguien la seguía. Se detuvo y no logró ver a nadie, pero sabía que era observada. Se detuvo, volteó a algunos lugares y pegó un gran grito:

—¡Ya deja de seguirme, si no me vas a ayudar!

En ese mismo instante, al voltear a retomar el camino, vio de frente y muy cerca de ella a la dríada con sus ojos grandes y hermosos, quien le habló francamente.

—Veo que estás dispuesta a ir pese a todos los peligros. Vamos, te acompaño al tronco aquel —una vez en aquel tronco, le platicó—. Para que te pueda ayudar, deberás pasar tres pruebas. Si no las pasas conmigo, no las pasarás más adelante; además, solo nosotras podemos conversar con el fénix, no hay manera de que le obligues a hacer algo. Por lo tanto, no solo ocupas mi ayuda para llegar a él, también la necesitas para comunicarte con él —comenta la dríada, retando a Helen.

—Estoy desesperada y confundida, creo que solo pierdo mi tiempo platicando contigo. Debo irme ya —contestó desesperada y queriendo romper a llorar

—Primer error, fin. La desesperación te hace tomar decisiones precipitadas, sin meditarlas, y seguramente fallarás, como ahora lo estás haciendo, Helen —comenta la dríada, moviendo su cabeza en señal de reprobación.

—¿Sabes mi nombre? —contestó sorprendida.

—Segundo error, Helen. Este bosque son las faldas de un mundo muy distinto al que estás acostumbrada; existen muchos seres con poderes y trucos fuera de este mundo. No debes asombrarte, ilusionarte y, mucho menos, asustarte. Debes guardar tus sentimientos y reprimirlos en el fondo de tu ser para que ninguna criatura se pueda aprovechar de ello. ¿Entiendes? —comenta la dríada, moviendo ramas, haciendo crecer arbustos de la nada para que se diera cuenta.

—Comienzo a comprender —responde Helen, un poco más calmada.

—¿Entonces estás lista para la primera prueba? —pregunta la dríada, sonriendo.

—Sí, ya lo estoy —responde Helen, entusiasmada.

—Primero, cierra tus ojos, abre tu mente a este mundo y encuéntrame. Estaré oculta a unos cuantos metros de ti, no es necesario recorrer el bosque para encontrarme —dijo la dríada, camuflada en el bosque.

Helen abrió sus ojos y no comprendió bien la parte de abrir la mente a este mundo; solo sabía que tenía que encontrar a la dríada cuanto antes para que le ayudara a encontrar al ave fénix.

—Buscar, buscar, ¿de qué me va a servir esto? —pensó para sí.

Después de un buen rato, Helen se desesperó de dar vueltas por el bosque buscando a la dríada. Utilizó todos sus sentidos hasta el límite; podía oír caer las hojas de los árboles.

Desesperada, pensó en partir de inmediato y olvidarse de aquella prueba y de la dríada con ello.

Se preguntaba si la dríada realmente le estaba ayudando o solo era uno de esos seres que le deseaban el mal; sin embargo, recordó las palabras de la dríada en torno al sentimiento de la desesperación y dejó de buscar. Cerró sus ojos nuevamente y trató de poner su mente en blanco y en calma; al hacer eso, se dio cuenta nuevamente de que podía sentir el bosque, los ruidos, los latidos de los árboles, y con ello en su mente visualizó a aquella dríada justo enfrente de ella. Abrió sus ojos suavemente, pero no la lograba ver; sin embargo, sabía que estaba justo frente a ella. Cerró sus ojos y le dijo:

—Ahí estás —señalando frente a ella con su dedo índice.

La dríada comenzó a moverse de un árbol a otro sin perder de vista el dedo índice de Helen, que le apuntaba hacia donde se movía. Muy sorprendida, dio aviso a sus compañeras dríadas del extraño don de Helen. Las dríadas observaban con atención aquella escena de Helen con sus ojos cerrados, señalando la posición de la dríada que se movía de lugar, incrédulas.

—Bien, Helen, has pasado la primera prueba: no desesperarte pase lo que pase. Y he notado un extraño don en ti; eres la primera en 500 años que me ha encontrado y con tus ojos cerrados. Seguro te ayudará eso en tu camino —le comenta la dríada, aún sorprendida.

—Solo sentí tu presencia, pero no te pude ver. Señalé a donde yo sentí que estabas. ¿Cuál es la segunda prueba? Ya he perdido mucho tiempo contigo, siento que me desespero —dijo Helen, seriamente.

—Mira, Helen, hace algún tiempo, en aquel roble partido por un rayo solía llegar un fénix. Un día que regresó, solo se posó unos minutos en lo que quedaba de aquel viejo árbol y se fue en aquella dirección y no le volví a ver —comenta la dríada, señalando con su mano la dirección que tomó el fénix.

—Yo tengo guardadas un par de lágrimas que dejó caer en aquel tronco antes de partir; las he guardado desde siempre en este frasco con agua de lluvia. Si quieres, las podemos intercambiar. Yo te las regalo, y tú, ¿qué me puedes dar a cambio? —comenta la dríada, sacando un frasco con un líquido transparente.

Helen se quedó desconcertada; no sabía cómo reaccionar. Quería creer lo que le decía la dríada, pero su interior le decía que no era posible. Suprimió sus sentimientos y su reacción a la noticia de las lágrimas del fénix.

—Debo tener mucho cuidado con los ofrecimientos por sinceros y desinteresados que parezcan de cualquier criatura. Te lo agradezco mucho, pero no las voy a aceptar; las buscaré yo misma —comenta Helen, firme.

—¡Muy bien, Helen! Has comprendido bien esa parte y has suprimido perfectamente cualquier emisión que pudiera escapar de ti —responde la dríada, asintiendo con la cabeza—. Ya para terminar nuestra conversación y puedas partir, ¿por qué ocupas las lágrimas del fénix? ¿Para qué las necesitas?

—Solo las busco por un asunto que tengo que realizar, solo es eso, nada sin importancia —contestó Helen, caminando rumbo al bosque oscuro.

—Perfecto, Helen, ahora ya tienes más posibilidades —dijo muy contenta la dríada—. No te crees fácilmente, desconfías de todo, lo tomas con calma y, lo más importante, eres una roca; sin sentimientos que aprovechar y emociones. Te deseo mucha suerte en tu camino.

—Te diré una cosa: le atraen los fuegos pequeños. Yo pudiera hablar con él si lograras que viniera al bosque. Ahora debes irte; está por oscurecer —le despidió la dríada al límite de distancia de su tronco.

Sin decir más, Helen emprendió el viaje rumbo a la montaña del fénix. Recién emprendió su camino, se encontró con varios senderos y no sabía cuál la llevaría a la montaña.

Hasta el momento han transcurrido ya seis horas desde que Helen dejó a Zarathos cuidando de Reynard; debe darse prisa.

Continúa en el próximo relato "Helen en el Bosque Oscuro".

Mensaje

* Tanto en los negocios como en la vida cotidiana, las decisiones precipitadas nunca nos llevan a buen puerto. Tómate el tiempo necesario para tomar una decisión importante que te afecte a ti y a tus seres queridos. ¡Fíjate!, si con las decisiones bien pensadas caemos en errores o estafas, imagínate tomándolas al vapor por desesperación.

* Es muy importante mantener la calma en todo momento. Si tú te desesperas, ¿quién va a tomar las buenas decisiones en tiempos de caos? En ese momento, recuerda la siguiente frase: "La desesperación es mi perdición" y vuelve a tener control.


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Cuento creado por: Ing. Mauricio López García (LaChayra)

Ilustraciones creadas con tecnología de DALL·E 3